– Capítulo 01 / 21 –

Os hablo de mi relación con El jardín de las delicias en el capítulo 02, pero antes, quisiera empezar con este capítulo colateral, que en el fondo es su consecuencia.

– Capítulo 01 / 21 –
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Mastiqué las orejotas de Mickey Mouse

(y de otros bichejos del jardín)

Delicia de los jardines, una obra de benjamín Escalonilla

«Le mordí los ojos y los mastiqué».

Sujetándole los bracitos mordí sus enormes orejas mate, negroides, y le escuché soltar gritillos anglosajófilos balbuceados con hiel en los labios; Mickey Mouse movía sus dedos bajo los guantes sin lograr evitar mis dentelladas ni yo su sabor plasticoso como a caucho viejo. Mickey llegó a golpearme en los cojones, pero su rodilla mullosita y brilli brilli no hace daño. Le sujeté los brazos, me senté en su tripa hinchada, acerqué mi cara a la suya, límpida, radiante, sin rastro de sudor, y en su orejota susurré una pregunta sobre la inmortalidad que no supo responder. Luego me levanté. 

Él no.

Me miró desde el suelo sin interesarse o sin importarle la pregunta, pero comprendiendo que yo acababa de comprender su farsa:

Aquella cosa que tenía delante, a mis pies, no era Mickey Mouse. O si lo era, se parecía más a una sombra o a un zombie que a aquel Mickey cruel que ya no existe. El olvido le mató hace tiempo. —¿Olvidado Mickey Mouse?—. Sí. Olvidado. Olvidado el Mickey primigenio. El real. El cruel.

Sí, ratón, te han olvidado. Quedan poco más que los botones blancos sobre el mono rojo cubriéndote el sexo, el ombligo, tu culo negro ¿o será blanco, como la cara? —Mickey eres blanco y eres negro—, qué ironía. Quedan tus zapatones amarillos.

¿Por qué sigues aquí? Te lo voy a decir, sigues aquí, mordido, en un intento vano de eternizarte y de ser recordado —lo estás intentado, ratón—.

Pero es inútil.

Porque lo recordado, no es. Siquiera se parece al original, que murió cuando murió. Ya no eres aquel que baila mientras le tira del rabo a una vaca o tortura a un gato para hacerlo chillar al son de la música; ya no recordamos al Mickey que daña tan solo por seguir el ritmo de una canción, nada de zapatos tamborileando ni mono con tirantes ni orejas medianas; aquel es otro Mickey que gustaba de estirar cuellos de oca y sonreía infligiendo dolor en películas sin color. Tú eres otro.

El Mickey del minuto 5 al 6, ya no existe.

Esto me trae a la cabeza aquella entrevista en Vogue a la sazón de Lolita, en la que Nabokov soltaba la siguiente frase: “siempre lo he llamado Lewis Carroll Carroll, porque fue el primer Humbert Humbert”. ¿Ha inmortalizado Alicia en el país de las maravillas a Lewis Carroll? Claro que no. Siquiera es una sombra lo que lleva su mismo nombre. Como en el caso de Mickey, nada queda hoy de aquel Lewis Carrol pederasta, denunciado por la familia de la Alicia de carne y hueso. Nada.

No hay eternidad posible.

Siempre es otro el recordado.


¿Qué opinas?
¡No jodas que tú también ansías ser inmortal!

¿Y qué tiene que ver todo esto con el tríptico de El Bosco? Tiene. Al menos en mi relación con él. Dejadme que os cuente cómo fue mi primera visita a las tres tablas y cómo me afectó El jardín de las delicias; acompañadme al capítulo dos.