– Capítulo 10 / 21 –
< capítulo 09 | capítulo 11 >
La chica rubia tenía razón, soy infantil. Y no la quería —qué desastre soy—. Lo sé porque cuando, años después, quise a Ene., era otra cosa.
La verdad es que la rubia tenía razón en todo lo que dijo; ¿cómo podía conocerme mejor que yo a mí mismo? ¿Tan poco tiempo dedicaba a la introspección? Qué triste descubrirse así de simplón. Comprender que los desesperados deseos adolescentes eran solo eso, deseos de ligar sin atender a verdaderos sentimientos. Urgía pensarme con sinceridad (investigar aquel pulpo lioso que vivía dentro de mí). Le doy las gracias a la rubia por aquel aprendizaje y por el tiempo que luego he dedicado a desenredar tentáculos.
Como digo, años después, conocí a Ene. y me enamoré a máxima potencia. Hubo sintonía, pasión, simetría. Nos convertimos en una pareja intensa. Dependiente. Inseparable. La pareja que uno sueña. Nos pasamos meses y años todo-el-día juntos, incluso cuando nos separaba la distancia.
Un día cualquiera, ya viviendo en un piso del centro, le dije a Ene.: tenemos que ir a ver el cuadro del Bosco. Lo conocía, cómo no, pero no había estado delante de él; y no es lo mismo —ya te lo digo yo—, mirar a los ojos del precipicio que verlo impreso en algún libro de texto. Allá que fuimos.
Ella —mucho bla bla, blu blu (contraproducente) por mi parte—, no fue penetrada por los ojos de la serpiente, no fue redefinida por el trazo definido de las tablas, ni se cautivó ni conmovió por los bichejos y las criaturas; tampoco se disgustó, eso no, el tríptico le gustaba, claro, pero. ¿Sería por la pamplinería del Jesús; esa mirada incómoda, forzada, esa barba manchurroneada? Maldita sea, hubo peros.
Sentí una absurda frustración. Por alguna razón necesitaba compartir mi pasión con alguien de mi deseo.
«¿Acaso (habría podido ser) aquella chica de la piel morena?».
Maldita maldita sea. Esa noche dormí mal. Di vueltas y vueltas en mi rinconcito de la cama.