– Capítulo 14 / 21 –
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«Se escuchan sonidos ajardinados, fauna, viento rascando ramas, pétalos y flora».
Una mujer joven, hermosa, ejecutiva, desde lo alto de un mimoide o una simetríada o una atalaya escucha a alguien, otra mujer, un hombre, qué más da, que le habla del éxito. Le dice con voz neutra, limpia, aguda, que siempre ha sospechado de la suciedad en el éxito —¿cómo es eso?—, cabezas que se requiere pisar —aclara—, tener que dejarse encular equis veces, el exceso de sacrificio y peloteo necesarios; la injusticia de la suerte, la influencia de conocidos adecuados…
—Pero no siempre es así.
—Pero no sabes cuándo sí es así —hizo una pausa reflexiva—. He preferido mirar a los que pierden, más que a los que ganan. Y no ha sido por compasión o simpatía, sino porque en el fracaso no se encuentra la suciedad ni la arrogancia ni la falsa humildad, tampoco la condescendencia…
—Pero sí el resentimiento y, aún peor, la autocompasión, la detesto; no hay nada peor que alguien compadeciéndose…
El hombre o la mujer —qué más da— descendió y le lamió los labios con ese sabor ácido de lo inesperado y lo prohibido.
La sorpresa, mayúscula, le produjo tal reacción, que dolió. Inundadas de sangre sus sienes, trató de dar salida a tanta emoción y virulencia devolviendo el gesto con un beso cargado de dulzura eléctrica.
Un par de garzas blancas montadas sobre una cabra, graznaron bien alto, como en eco. Arriba, un pez volador portaba una cereza de un hermoso rojo oscuro
y la dejó caer.