—benjamín, arréglate, nos vamos.

– Capítulo 02 / 21 –
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Si me regaláis algo de vuestro tiempo

querría contaros mi relación con El jardín de las Delicias, el cuadro del Bosco.

Sí, además de morder orejas famosas, me gusta mirar esto:

el cuadro
[ Museo del Prado ]

«Fue mi primera vez».

Es una relación sin la mayor importancia, os prevengo, sin sucesos significativos ni clímax, un poco como mi propia vida, sin significaciones: insignificante como la de tantos, vida vulgar; aunque entiéndaseme, digo vulgar sin acritud, la vulgaridad me gusta, me resulta entrañable por su cotidianidad y porque lo cotidiano también encierra sueños, imágenes retorcidas, mordiscos de goma, ideas extraterrestres, como las que despierta el cuadro. 

—benjamín, arréglate, nos vamos.

Mi relación con Las Delicias se inició siendo niño, ¿ocho, diez años? cuando mi madre dijo, benjamín, arréglate, nos vamos y me llevó a verle. Mi madre, Esperanza, muchos años antes de su alzehimer, me llevó al Prado; mi padre nos acercó en coche traqueteando sobre el empedrado del Paseo del Prado de entonces (un empedrado reciente y mal ejecutado que —aseguraba mi padre— rememoraba el Madrid de antes de entonces). Allí nos dejó, solos, como nos gustaba estar. Podríamos haber ido caminando pues vivíamos en Menéndez Pelayo; podríamos haber cruzado el Retiro y bajado por donde el Casón que albergaba el Guernica; pero entonces no se llevaba caminar, supongo.

Al llegar —os recojo en una hora, no os retraséis que aquí no puedo aparcar—, el Prado se me mostró feo, bloque como de Tente mastodóntico, aviejado, nada que ver con el lustre que luce actualmente, ni tan ampliado. Me dio mal rollito, le supuse clase de las de pizarra, aula agigantada, aburrimiento. El apelotonamiento de cuadros en su interior no ayudaba. La escultura del carlos V en la entrada, con pose afeminada, armadura ceñida al cuerpo, fue de lo poco que retuvo mi atención… Me incordió tanto-tanto cuadro flamenco por esas posturas forzadas y como de maniquí; quería irme. A pesar de aquella sensación de desagrado, cuando llegué al Bosco pude percibir una perturbación en la fuerza.

Fue mi primera vez.

Y como la primera vez en todo, en el sexo, en conducir, en tu primer concierto sin padres: fue inolvidable. No quiero decir que fuese placentero, no del todo, no desde luego como en siguientes visitas; aún no comprendía los resortes, algunos resortes, porque la mayoría sigo sin comprenderlos; aún no sabía mirar, no conocía las mínimas reglas, ¿que es un fuera de juego?, qué digo un fuera de juego, ¿qué es una portería en el complicado y atrevido juego de plantarse frente a este cuadro? 

Allí estaba yo. Sin prevenciones, sin preparación, sin escudo ante los ojos de la madre de todas las serpientes. 

El jardín de las delicias como una boca a punto de devorarme. ¿Dónde mirar? Al todo. A ningún sitio. Era como una noche sin contaminación lumínica frente a la incomprensible vía láctea. 

Impresionó. Apabulló. Jamás lo olvidaré. Gracias mamá.

No respiré durante minutos.

No respiré hasta salir del Prado. 

Sigo sin respirar cuando lo recuerdo.


¿Qué obra te impide respirar?